LA CRUZADA DE LOS CAMPESINOS


“DIOS LO QUIERE”. Con esta declaración, inició el Papa Urbano II una larga etapa de campañas militares en nombre de la fe cristiana a fin de recuperar “Tierra Santa”, la tierra en la que Jesucristo había vivido más de mil años antes. Tras la caída de Jerusalén en manos musulmanas, Urbano II, viendo todos los conflictos en activo entre reinos cristianos en Europa y como el Imperio Bizantino retrocedía ante el imparable avance selyúcida en toda Asia Menor, trató de encontrar una medida para socorrer a los cristianos ortodoxos en Oriente y apaciguar las guerras en Europa dando a los innumerables condes y duques del continente un enemigo común. Por ello, esta solicitud de socorro del emperador Alejo I de Bizancio fue respondida en forma de la convocatoria del Concilio de Clermont, el verdadero impulsor de la Primera Cruzada, con la que no solo se atrajo a soldados, sino a civiles guiados por la fe o en busca de expiar sus pecados en muy elevadas, pues el Papa prometió perdón divino para todos aquellos que ayudaran a conquistar en nombre de Dios.

Hoy nos gustaría hablar de una cruzada que suele pasar desapercibida en la historiografía: la Cruzada de los Campesinos. Predicadores ambulantes como Pedro el ermitaño o Walter el Indigente interpretaron el llamamiento del Papa a la cruzada de forma distinta y en un sentido más amplio, llamando a los pobres (y no solo a los guerreros como se planteó en un principio) a las armas, animándolos a participar en las Guerras de Tierra Santa.

Fueron estas multitudes (que alcanzaron según fuentes los cuarenta millares), sin armas más allá de su fe que, sin líder definido ni preparación se presentaron antes de la llegada de la Primera Cruzada en Constantinopla, cruzando el Bósforo en agosto del 1096 y luchando por llegar hasta Tierra Santa. Hallarían su amargo final a las pocas semanas (no llegaron a finales de octubre) en Nicea, en Asia Menor, y solo unos pocos supervivientes volvieron con vida a la capital bizantina.

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