LA LUCHA DE INVESTIDURAS
Con la formación del Sacro Imperio Germánico con Otón I el Grande (912 – 973) el monarca impuso su autoridad a la de los señores feudales, frenando temporalmente el proceso de feudalización y asegurando el fortalecimiento del poder real hasta el siglo XIII. Para asegurar (y mantener) el poder real, se apoyaría en la Iglesia, debido a que los hombres religiosos no podían tener hijos y actuaban conforme los designios del monarca; por eso los soberanos confiaban funciones públicas a los eclesiásticos, aspecto el que surgirá la figura del obispo-conde, en el que actualmente llamaríamos como el arzobispo.
Así pues, se da en el Sacro Imperio la llamada «Lucha de las
Investiduras», la consecuencia del proceso de feudalización de la Iglesia y su
entrada final a la esfera política europea, debido a la feudalización de los
obispados, las abadías y las parroquias. Así, por ejemplo, la ceremonia de
investidura de un obispo pasa a hacerla un señor feudal, nombrando a las personas
que consideran más beneficiosas por sus intereses.
Esto último tendrá como consecuencia la decadencia del poder papal,
durante el llamado «siglo de Hierro», en el cual se verá afectado el prestigio
y la autoridad pontificia. Fue la convergencia del fracaso de los ideales
primigenios que constituía la Iglesia: puesta a la venta cargos eclesiásticos,
cohecho, corrupción y la relajación de costumbres, de gente que entra en la
Iglesia por dinero e intereses y no por vocación.
La decadencia de la Santa Sede fue tema preocupante no sólo por la
comunidad religiosa sino por las monarquías, en que, por tanto, surgió una
necesidad de reforma profunda, la cual emergió la reforma monástica de Cluny,
que ansiaba volver a los ideales promulgados por San Benito. Además, fue
necesaria la promulgación de la reforma imperial y la reforma del Papado, con
el pontífice Gregorio VII y su Dictatus Papae (1045).
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